*Estas intervenciones se dieron en el contexto de una actividad grupal universitaria en la asignatura de Filosofía y Cultura Moderna. La cuestión era que debatiéramos por boca de filósofos ilustres. Me tocó Hume, tuve suerte.
Primera intervención: Presentación y premisas de Hume
Me invocan, interrumpiendo mi merecido descanso, para conversar entre grandes pensadores por medio de un extraño cuyo espíritu encuentro cercano al mío. Él me servirá de elemento auxiliar para conocer la recepción de mi pensamiento y de las novedades que se han llevado a cabo en el terreno del ser y saber humano, en la ciencia del Hombre —ahora con múltiples ropajes, a los que llamáis disciplinas—. Espero que me permitáis el uso de anacronismos para facilitar el intercambio de ideas entre momentos históricos diversos.
Bien merecería este encuentro un buen vino como recuerdo de que filosofar es parte de la vida social, una celebración del buen gusto y la tolerancia entre congéneres. Diré más, el filósofo se debe tanto a la precisión en sus razonamientos como a la utilidad en la vida cotidiana, y no hay mejor recordatorio de esta obligación que la vida mixta, aquella que hace compatibles ciencia y vida social. Es sabido que acabé identificándome como embajador del reino del saber en el de la conversación. Todo científico de la naturaleza humana, por contraposición al filósofo moral, está alejado de la acción y, por lo tanto, no es corregido por el sentido común que es reflejado por mayoría. Más Cicerón, menos Locke, si con lo anterior no era suficiente alusión.
Dicho todo esto, me sorprendo de la diversidad de interpretaciones de mi pensamiento y de mis intenciones. Me agrupan junto a Locke y Berkeley como culmen de lo que llamáis en la academia empirismo, incluso como demoledor del mismo, por socavar la metafísica occidental de mi tiempo y convertirlo en impracticable. Tildándome de escéptico radical despachan la esencia de lo que pude transmitiros, y me reducen a un despertar (casi necesario) del sistema kantiano. Me pregunto seriamente si me habrán leído libres de lo que detesté, esto es, de especulaciones hipotéticas apriorísticas hechas sistema. Temo seriamente que la respuesta es negativa, y puesto que no puedo apelar a la lectura directa de mis escritos —irónicamente, sí se atendió mi demanda de no tener en cuenta mi Tratado de juventud—, confío en poder aclarar en esta misma conversación algunas de mis intenciones y mis nociones fundamentales.
Mis ideas acerca del conocimiento humano las expondré en las siguientes intervenciones, por ahora quisiera establecer algunas premisas que servirán dicho propósito. No soy proclive a la esquematización, pero el formato de la reunión invita a ello:
Lo que me movió (véase que hablaré de sentimientos, no de razones) a tratar de crear una ciencia del hombre se puede resumir en lo siguiente:
El espanto que me produjo el darme cuenta de lo abstruso del pensar metafísico escolástico, del uso oscuro de la terminología, del apelar a entidades extrahumanas para explicarnos el funcionamiento del entendimiento humano. Estos sistemas metafísicos, ciencias aéreas las denomino, son cortinas de humo para las supersticiones populares, que intentan abrumarnos con miedos y prejuicios religiosos.
La comprensión de la naturaleza humana estaba contaminada de esta actitud intolerable, cosa grave en cuanto nuestra concepción del ser humano afecta directa o indirectamente en toda área del saber.
Me propuse, por lo dicho, investigar la naturaleza del entendimiento humano bajo dos premisas fundamentales: i) aplicar un escepticismo instrumental, un medio, a toda afirmación que no se apoye en la observación empírica. Dicho de otra manera, no establecer principio alguno que no se apoye en la autoridad de la experiencia; ii) mi naturalismo debe interpretarse como la negación de apelar a entes sobrenaturales para dicha explicación del entendimiento. Esto evitaría caer en dogmas, especialmente religiosos, y calibrar justamente las instituciones sociales a merced de nuestra naturaleza realmente existente —y no al revés—. Teniendo en cuenta este único aspecto, Locke y yo no podemos aparecer agrupados en ninguna clasificación con intención pedagógica.
Mi escepticismo cumple la función principal de mantener a raya la vanidad del filósofo en cuanto asevera más allá de los límites del conocimiento humano. Me pregunto qué tiene esto de radical. Considero que mi investigación es compatible con un tipo de conocimiento reflexivo, con una Metafísica o Filosofía profunda.
Mi método sirvió a estas premisas, y no al revés. Mi método mutó a medida que fui detectando limitaciones (propias y del entendimiento, si es que no son lo mismo), y me parecía insensato, dogmático, no aplicar herramientas intelectuales que habían sido aplicadas con éxito en la ciencia física por Newton. La analogía, la metáfora y los ejemplos relevantes están también al servicio del filósofo moral.
Quedo a expensas de vuestros planteamientos, advirtiendo de antemano que la mayor prueba de respeto hacia vuestras reflexiones es la crítica exhaustiva. La humildad acaba siendo un vicio si no sirve a uno mismo o al prójimo.
Segunda intervención: Teoría del conocimiento
Para presentar mi teoría del conocimiento he de aclarar primero lo que considero los dos objetos de la razón humana, para los que parece a algunos una división de naturaleza (ciencia formal versus ciencia fáctica, por ejemplo, en Bunge): relaciones de ideas y cuestiones de hecho. Estos dos objetos se entremezclan por medio de nuestras, para mí evidentes, diversas facultades. Como trataré de demostrar más adelante, de esta distinción acabo equiparando el conocimiento racional (certero, pero no añade información) y el conocimiento empírico (probable, pero informativo sobre el mundo). Esta cuestión resuena, tanto en el pasado en Leibniz —juicios analíticos y juicios sintéticos— como en el futuro en Kant —conocimiento a priori y conocimiento a posteriori—.
Afirmo, además, que todas nuestras representaciones se fundamentan en la experiencia: en última instancia toda idea se retrotrae a una impresión original —original en el sentido de que desconocemos sus causas últimas—. En consecuencia, no percibimos ideas inmediatas. Esto lo tomé parcialmente del Ensayo sobre el conocimiento humano de Locke. A estas representaciones las llamo percepciones y las divido en impresiones e ideas (o pensamientos). Las ideas o impresiones pueden ser simples o complejas, también siguiendo aquí a Locke, pero principalmente se distinguen por su intensidad o vivacidad. Ensayé otras maneras de distinguirlas, que no me convencieron, y di contraejemplos que hacen de esta distinción una generalización razonable.
Añado, asimismo, que, gracias a nuestra facultad de mezclar, transponer, aumentar o disminuir los materiales suministrados por los sentidos y la experiencia, tenemos una capacidad ilimitada para crear figuras y conceptos. Hasta aquí mi empirismo no fue demasiado original, pero intuí que esa facultad obedecía a ciertos principios universales que explicaban tal variedad de variados fenómenos. Estos son el principio de copia (primero tenemos la impresión, luego la idea, y no al revés) y los principios de asociación (semejanza, contigüidad en tiempo o espacio y causalidad).
Y aquí viene lo más importante. El único principio de asociación que permite realizar inferencias sobre el mundo es la causalidad, pero ¿cuál es su naturaleza? El conocimiento racional, esto es, las relaciones de ideas, no puede ser la base de la causalidad en tanto los efectos no son evidentes en un análisis a priori del objeto. La conexión necesaria entre los objetos es una presunción con base empírica (mediante la fuerza del hábito). En su momento escribí:
Ningún objeto revela por las cualidades que aparecen a los sentidos, ni las causas que lo produjeron, ni los efectos que surgen de él, ni puede nuestra razón, sin la asistencia de la experiencia, sacar inferencia alguna de la existencia real y de las cuestiones de hecho.
Locke comenzó a socavar la primacía que tenía hasta nuestros tiempos el conocimiento científico como conocimiento de las causas sobre la creencia (opinio), pero yo le di el golpe definitivo. Desafortunadamente, Descartes y sus seguidores optaron por la vía alternativa, equivocada, sobre la posibilidad del conocimiento científico demostrativo. Es más, todo aquel que construya su propio edificio científico, entendido como el método de validación más riguroso, sin el auxilio de las cuestiones de hecho acaba enredado en un idealismo que cae en un solipsismo insoportable (pido ahora, como hice en la intervención anterior, que no se me agrupe con Berkeley).
Estimado Immanuel, sabrás que tenemos cosas pendientes, pues no sólo te desperté de tu sueño dogmático (estimo que no lo suficiente) sino que te considero una prolongación excesiva de mi pensamiento. Me explico. Creo que hiciste un ejercicio de logicizar (formalizar, si se quiere) mis principios de la naturaleza de la mente humana, convirtiéndolos en la base psicológica del conocimiento a priori, y no contento con eso,tu voluntad de conocimiento universal, necesario y válido, te llevó a postular los juicios sintéticos a priori. No digo que hubiera ya en mí una estructura apriórica (una forma que moldea la materia sensorial), digo que tienes una dura tarea en justificar ese tipo de juicios tan necesarios. Sobre lo moral hablaremos en otros intercambios, aunque te avanzo que veo mucha necesidad en tus afirmaciones.
Tercera intervención: Moral (Kant Vs. Hume)
Estimado Immanuel, llegó el momento, si te parece, de discutir con mayor detenimiento la cuestión moral. Me he procurado un tiempo entre mis quehaceres cotidianos para ponerme al día sobre tu postura en esta cuestión de vital importancia. En especial he leído con auténtica devoción tu escrito sobre los Fundamentos para una metafísica de las costumbres, publicado nueve años tras mi desaparición (física). Difícil exagerar mi sorpresa, ¡qué estilo tan pulido! ¡qué intelecto el tuyo! Debo reconocer que a tu pensamiento le beneficia el uso alterno del método analítico y el sintético, a pesar de que lo llegaras a practicar como reacción a tus críticos, admiradores de aquello que detestabas: el lenguaje popular[1].
Espero que te parezca conveniente el que divida mi exposición en dos partes, mostrando en primer lugar mis desavenencias con tu sistema (fase crítica), y a continuación, describirte a ti y a los compañeros qué entiendo por moral. Como aspiro a probar, tu pensamiento es el negativo perfecto al mío, y esto me satisface y horroriza a partes iguales.
Fase crítica
Se agradece enormemente tu manera de expresar las ideas; facilita el discernir, ya no sólo la naturaleza de tu sistema, sino las premisas de las que partes. Empezaré por estas, pues conoces bien mi inclinación a escrutar la originalidad de las mismas ideas, es decir, de sus motivaciones ocultas.
Aprecias la pureza de las cosas, la claridad, el orden. Admites a la experiencia como la fuente de la verdad y sede de las reglas al examinar la naturaleza, pero en la parcela moral, la aborreces. Eres consciente de la importancia suprema de la moralidad, como remedio de la variedad y perversidad humanas, y te niegas a que la experiencia aquí condicione de ninguna manera la pureza de las costumbres. El principio de moralidad debe ser encontrado en un análisis a priori. Ya nos encontramos a un solo paso de la esencia de tu filosofía moral: no tomar nada prestado del conocimiento relativo al mismo hombre[2]. El maravilloso desarrollo ulterior de tus ideas es producto de una fuerza descomunal del intelecto y la imaginación, y obedece en su mayor parte a este único y poderoso motivo.
Observaste, asimismo, y con acierto, que el cálculo sobre la felicidad era imposible: «Es imposible que un ser finito, aunque sea extraordinariamente perspicaz y esté tremendamente capacitado, pueda hacerse una idea precisa de lo que realmente quiere». La felicidad, claro está, tampoco puede ser fundamento de la moral, pues su consecución es una mera quimera —una del tipo que no puedes justificar, al menos, ni siquiera como guía de reglas prácticas—. Respetar cualquier ley externa, de cualquier naturaleza (ley natural, Dios, etcétera), impide asimismo la pureza que buscas, pues estaría sujeto a un interés, ya como estímulo, ya como coacción[3].
El resultado de todas estas premisas, decía, no puede ser otro que un sistema moral donde se relacionan y presuponen nociones —ninguna de ellas sujetas a la experiencia ni al conocimiento sobre la naturaleza humana—, y donde finalmente quedan confirmadas las unas por las otras. Se busca, en definitiva, una dignidad ontológica especial para los valores, alojada en un mundo platónico-trascendente sólo accesible por vía intuitiva, esto es, una moralidad humana sin el hombre. En tu visión, qué ironía, falla el mundo y el ser humano, y sólo queda un desiderátum construido entre el cielo y la tierra[4]. Veamos un resumen del entramado:
Lo puramente bueno sólo se halla en una buena voluntad. Todos los talentos o cualidades del temperamento pueden ser potencialmente deseables como dañinas.
Esta cuestiona se deriva de un análisis por espectador imparcial[5], que se puede encontrar en mi propio pensamiento.
La razón, insuficiente para dirigir nuestra voluntad en relación con sus objetos y la satisfacción de todas nuestras necesidades, queda como generadora de una voluntad buena en sí misma. Esa, y no otra, es su principal función.
El deber es el supremo valor moral, donde la acción es necesaria por respeto hacia la ley misma, y su efecto es el respeto[6] de cumplir esa ley.
Entre todas las cosas del mundo natural, sólo el ser racional posee voluntad, es decir, aquello que le permite obrar según la representación de las leyes, y aún más, la legislación universal de sus propias máximas. Esta se rige por el principio de autonomía —no está condicionada, ni sustentada, más que en el único imperativo que es incondicionado, el categórico—.
La distinción mundo sensible versus mundo inteligible sirve, de forma conveniente, para resolver la siguiente aporía: la libertad tiene que ser presupuesta como atributo de la voluntad en todos los seres racionales, pero esta última es una clase de causalidad. Para salvar todas las nociones presentadas con anterioridad, en especial la autonomía de la voluntad, el ser racional pasa a ser heterónomo en cuanto ser sensible, y autónomo en cuanto inteligible[7] (instancia presidida por un Yo capaz de conocimiento de sí mismo y de actividad pura sin afección de los sentidos).
No quisiera que este esquema impidiera la lectura directa de tus razonamientos plenos de sutilezas, propios de un gran pensador. Pero me temo que no puedo evitar aplicarte lo que pensé de racionalistas morales previos: cuando dejamos nuestro cuarto de trabajo y nos ocupamos en los quehaceres normales de la vida, sus conclusiones parecen desvanecerse, como fantasmas nocturnos ante la aparición de la mañana.
Creía que los hombres estaban curados en filosofía natural de hipótesis y sistemas, y que no escuchan más argumentos que los derivados de la experiencia. Me equivoqué. Respondiste a mi reto racionalista sin superar los criterios que marqué[8]; eres una imagen especular deformada de mi pensamiento.
Mi refutación a que la razón sea el fundamento del juzgar el vicio o la virtud se basa en que esta es inactiva, no puede tener influencia por sí misma en nuestras pasiones o acciones (creo evidente que los asuntos morales nos mueven y nos afectan de múltiples formas). Que hicieras de la razón la creadora de otra instancia con autonomía y capacidad de establecer máximas universales sólo desplaza la cuestión. Añadiré más, los juicios falsos convierten las acciones en “irrazonables”, pero no tienen a menudo consecuencia moral significativa, y es difícil ver en estas situaciones la falta de moralidad. Si el acuerdo o el desacuerdo con la razón (error de hecho) fuese el origen de la moral, no habría grados de moralidad.
Acabaré la parte de la fase crítica con algunas de tus reflexiones acerca de tu propio sistema, signo de inteligencia y duda escéptica enriquecedora. Pocos hay mejor que tú para debatirte:
«…surge la sospecha de que quizá se sustente simplemente sobre un quimérico ensueño y la naturaleza pueda ser mal interpretada en su propósito al preguntarnos por qué ha instituido a la razón como gobernante de nuestra voluntad».
«De hecho, resulta absolutamente imposible estipular con plena certeza mediante la experiencia un solo caso donde la máxima de una acción, descanse exclusivamente sobre fundamentos morales y la representación de su deber».
«…encontramos repetidas quejas, cuyo acierto suscribimos, respecto a que no puede aducirse ningún ejemplo fiable sobre la intención de obrar por puro deber, de suerte que, aun cuando más de una vez acontezca algo conforme a lo que manda el deber, siempre resulta dudoso si ocurre propiamente por deber y posee un valor moral».
Fase constructiva
La moral es un asunto que nos interesa por encima de todo lo demás[9]. Considero que cualquier decisión sobre este tema pone en juego la paz de la sociedad. Creo reconocer en tus trabajos la misma inquietud, aunque en mi caso no me impide apartarme del inevitable estudio de lo que es, y no de lo que debiera ser, y para esto es impensable omitir el estudio de la naturaleza del hombre. Mis conclusiones, necesariamente, hilan aspectos gnoseológicos, éticos, políticos e históricos (tu clasificación de las ciencias no podría ser más desafortunada). Volvamos a nuestro asunto y veamos cómo concibo la moralidad humana.
Afirmo que la fealdad moral la descubrimos, no por razonamiento demostrativo, sino al experimentar un sentimiento interno, directo o mediante reflexión. La alabanza es producto de inferir los motivos de la acción, por lo que el motivo virtuoso debe ser algo distinto al respeto por la virtud misma de la acción. La moralidad, como ya he comentado en la fase crítica, no consiste en relaciones de ideas, pero tampoco en cuestiones de hecho. Esto se comprenderá mejor cuando hable de la justicia.
La impresión surgida de la virtud es algo agradable, y la que procede del vicio es desagradable. Estos sentimientos no pueden generarlos objetos en sí mismos (estos nos generan placer, pero no del tipo virtuoso), sino que se originan en referencia a uno mismo o a otros, y estabas conmigo, querido Immanuel, en que esta valoración se realiza sin referencia a nuestro interés particular: «Sólo cuando un carácter es considerado en general y sin referencia a nuestro interés particular causa esa sensación o sentimiento en virtud del cual lo denominamos moralmente bueno o malo»[10]. Dicho de otra manera:
«De esta forma, cuando reputáis una acción o un carácter como viciosos, no queréis decir otra cosa sino que, dada la constitución de vuestra naturaleza, experimentáis una sensación o sentimiento de censura al contemplarlos»[11].
Veamos mi noción de justicia, una de las virtudes que más aprecio. Parto de la idea de que la justicia no sería necesaria si eleváramos en grado suficiente la benevolencia de los hombres o la bondad de la naturaleza, que es limitada para complacer nuestras necesidades y deseos. El reunirnos en sociedad es un efecto inevitable de la conjunción de necesidad y debilidad, y hemos llegado a esa conclusión no por medio de la razón, sino por costumbre —proceso gradual de experiencia compartida en el que hemos observado los beneficios de esta unión—. En el origen de la sociedad la cuestión de la bondad y la maldad del ser humano no juega ningún papel: tanto si el interés propio es virtuoso (edad dorada) como vicioso (estado de naturaleza hobbesiano), el efecto es el mismo: entramos en sociedad.
Respecto esa unión en sociedad intervienen factores a favor y en contra[12], y el más problemático es el disfrute de posesiones adquiridas por nuestra laboriosidad y fortuna (el problema de la propiedad[13]). Este inconveniente sólo es resoluble mediante convención (artificio), no por la mera idea de justicia. Tampoco tiene la justicia forma de promesa, sino de sentimiento general de interés común; aprendemos reglas de oro por intercambios espontáneos, graduales, y estas adquieren fuerza mediante una lenta progresión. En resumen, la sociedad precede a la justicia, al derecho y la moralidad.
Ahora se comprenderá, espero, por qué afirmo que el motivo de los actos de justicia[14] y honestidad surgen de un modo artificial, a través de las convenciones humanas, en ningún caso por invención deliberada (error racionalista[15]). Las reglas de justicia son artificiales, pero no arbitrarias, y cuando hablamos de leyes naturales se acepta el término si por natural se entiende lo común a una especie (no como opuesto al milagro o a lo raro).
La misión de la razón estriba en relacionar la creencia (principio de acción) con la opinión (estado de las costumbres, cultura, civilización), que la legitima. En cuestiones de moral y de crítica no hay realmente otra norma por la que decidir la controversia. Es por esto que las acciones humanas pueden ser loables o censurables, pero no racionales o irracionales. Como decía más arriba, la moralidad, no consiste ni en relaciones de ideas ni en cuestiones de hecho, sino en el resultado de contrastar la acción con la opinión pública:
“Virtuosa es toda cualidad o acto mental que merece la aprobación general de la humanidad; y viciosa, toda cualidad que es objeto de reproche o de censura general”[16].
Mi sistema moral no se reduce a lo expuesto, pues también contemplo virtudes naturales, pero lo estimo suficiente para demostrar de la necesidad de incluir la experiencia como fuente en nuestros debates acerca del conocer (moral). Corrígeme, por favor, si en algún punto he malentendido tu obra.
David Hume
Cuarta intervención: Espinosa (I)
Estimado Baruch, hubiese preferido ser ignorado que incomprendido, aunque estoy habituado a las dos circunstancias. Una vez expuse las líneas principales de mi teoría de conocimiento, recogí el guante de nuestro compañero Immanuel, y, tomando en serio su obra —leyéndola—, pasé a criticarla pormenorizadamente. Creo actuar respetando los principios del arte de conversar.
Una vez dicho esto, quisiera aclararle la necesidad de tratar seriamente la moralidad en esta cuestión del origen del conocimiento. Se habrá fijado que mi crítica no es más que una aplicación de mi teoría del conocimiento, y que es en esta arena de la moralidad (incluyendo la política), donde se observan las potencialidades y limitaciones de nuestras posiciones. De igual forma que es inevitable aclarar nuestra metafísica, o nuestra idea acerca de Dios, asimismo procedemos respecto nuestras ideas sobre la sociedad, la religión o la buena vida. Veo problemático, ¿imposible?, limitar la cuestión a una supuesta esfera pura de conocimiento; usted mismo no ha procedido de esa manera en sus intervenciones (ni en su obra). Si el fenómeno de conocer, o la noción de verdad, tienen vital interés para nosotros, y creo que así es, es en materia moral donde deben sentirse con mayor fuerza.
Tras intercambiar pareceres con Kant, me propongo conocerle a usted; intuyo tener algunas cosas en común con su pensamiento. Le ruego tenga paciencia, en pocos días tendrá usted mi parecer sobre sus principales nociones.
David Hume
Quinta intervención: Espinosa (II)
Estimado Baruch, entre la alabanza exagerada y la humildad impostada se asoma con frecuencia el cinismo; cuídese de caer en bajezas de ese tipo.
«Una societat de fatxendes és plausiblement concebible; una societat d’humils seria inhabitable i perillosíssima»[17].
Una vez dicho esto, he de comentarle que me ha sorprendido, para mal, su última intervención. He tenido la degradable sensación de no haber sido leído con un mínimo de cuidado o interés. Al intentar usted resumirme ha creado frases no-dichas e invertido argumentos que me he esforzado en articular de forma clara y nítida. No contento con eso, ha intentado usted problematizar, en unas pocas líneas inconexas y confusas, el problema del Yo, mi noción de causalidad, el papel que cree que le atribuyo a la razón en la moralidad, e intercalado alguna definición aislada de su Ética. Recuerde aquello que citó nuestro amigo Kant del abate Terrasson: «Si se mide la extensión del libro no por el número de páginas, sino por el tiempo necesario para entenderlo, de muchos libros podría decirse que serían mucho más breves, si no fuesen tan breves»[18].
De todas formas, haré de nuevo el esfuerzo, en parte por el resto de los invitados, de aclarar algunas de mis ideas. Para comprender la dicotomía entre razón y emoción, y su papel en la moralidad humana, uno ha de deshacerse de apriorismos academicistas. A saber, que yo otorgue primacía a la experiencia no implica que deje huérfano al ser humano de entendimiento, intelecto, o que la razón misma no tenga papel alguno en el discernir moral. No es por casualidad que Kant y yo nos disputemos ser los representantes de esta etapa histórica que se ha venido a llamar Ilustración. De buen gusto habríamos firmado estas palabras de John Locke —yo omitiendo el «aquí abajo»—:
«La luz que tenemos en la mano ilumina lo suficiente para esclarecer todos nuestros proyectos…puesto que nuestra misión aquí abajo no consiste en conocerlo todo, sino solamente aquello que afecta a nuestra conducta»[19].
Mi problema no es con la razón, sino con aquellos que la deifican y le atribuyen más poder del que en realidad tiene. La razón como sinónimo de relaciones matemáticas, con capacidad demostrativa, y la racionalidad como equivalente a verdad derivada, he aquí mi problema. Continúo sin que se me aclare cómo la razón, entendida así, y por sí sola, es capaz de alumbrar las áreas de la moral y el conocimiento humanos.
Trataré ahora de explicar de nuevo cómo concibo la moralidad, extendiéndome en esta ocasión en la creencia. La creencia no es una concepción acompañada de una idea (la de creer) —si así fuese sería fácil creer a voluntad—, sino que es un sentimiento corporal, vivo e intenso, que acaba teniendo mayor presencia e influencia en nosotros que las ficciones, las pasiones y la imaginación[20]. Cuando antes comentaba que «la misión de la razón estriba en relacionar la creencia (principio de acción) con la opinión (estado de las costumbres, cultura, civilización)» me refería a que el juicio moral es mediado por el sentimiento, que señala lo correcto y lo incorrecto, en relación con el entramado cultural aprendido por el sujeto. A ese entramado cultural lo llamo opinión, y afirmo que es un nivel intermedio entre la razón y la emoción, mucho más rico en sabiduría, pues es un tipo de racionalidad común, histórica.
Desde luego, y en este punto reside lo maravilloso de esta cuestión, ningún individuo precisa «conocer de antemano ya todas las circunstancias y relaciones con estas acciones», ni derivar su conducta racional óptima en cada instante, los sentimientos y la opinión cumplen esa función desde los primeros años de vida —sin esperar a un supuesto desarrollo racional—[21].En otras palabras, la Naturaleza es más sabia que la razón matemática y geométrica, o si se prefiere, hay razón en la emoción.
Por último, adelantando mi concepción política, acabaremos de entender el papel justo que le otorgo a la razón. El manido «la razón es y sólo debe ser esclava de las pasiones y no puede aspirar a ninguna otra función que la de servir y obedecerlas» viene a expresar lo señalado con anterioridad. Esto es, el hombre debe acompasar su conducta e instituciones públicas al son de la sabiduría histórica, reflejada como decía en la opinión y los sentimientos. Un corolario de esta postura es que el gobernante, el genio ilustrado de la época, debe introducir innovaciones progresivas —no abruptas—, inclinándolas a la razón, la libertad y la justicia[22]. Por lo tanto, es sirviendo a las pasiones (entendidas como entramado de sentimientos morales con naturaleza histórica, no como origen vicioso de ningún tipo) como la razón ejerce su justa función.
La reacción visceral del racionalista abstracto[23] ante esta tesis obedece principalmente a la incomprensión de todas estas cuestiones, pero en especial a una arrogancia que no acepta la autonomía de otras fuerzas. Solo la razón, tal y como él la entiende, puede llegar a descubrirnos los fundamentos morales, las virtudes universales tan anheladas por el pensador de salón, y no contento con eso, diseñar la ciudad que finalmente nos salve de nosotros mismos.
Y hasta aquí esta cuestión. Me reservo una última intervención con mi posición crítica sobre la sustancia, de las cuales la mayoría de vosotros hacéis depender en alguna medida vuestra teoría del conocimiento.
David Hume
[1] Los ejemplos son desahogos innecesarios para los conocedores de la ciencia, solías decir. [2] Immanuel Kant, Fundamentos para una metafísica de las costumbres, Alianza Editorial, 2021, p. 133. [3] Ibidem, p. 144-145. [4] Ibidem, p. 136. [5] Ver nota 10. [6] Tu nota al pie (p. 93) acerca del respeto como un tipo especial de sentimiento, para no aceptar mi propia tesis, es una mera huida hacia delante. [7] Ibidem, p. 176. [8] David Hume, Tratado de la Naturaleza Humana, Editorial Tecnos, 2022, p. 627-629. Los criterios eran los siguientes: 1. Especificar las relaciones de bien y mal entre los objetos internos (en la mente) y los externos, nunca entre objetos internos (podríamos ser culpables de pensamiento), ni entre objetos externos (los objetos inanimados podrían ser amorales). 2. Probar que estas relaciones sobre lo injusto y lo injusto, siendo eternas e inmutables, son leyes eternas y obligatorias para toda mente racional. Y aún más, probar la conexión entre la relación y la voluntad y que su influencia, a priori necesaria por definición, se da en toda mente bien intencionada. Véase que el primer punto se omite por decisión ontológica, mientras que la segunda se afirma por medio de internalizar y hacer prácticamente indistinguibles ley y voluntad. [9] Leo que se discute acerca de esta afirmación (ver nota al pie de la p. 616 de la edición citada de mi Tratado). Por favor, entiéndase por moral no únicamente el problema del bien y el mal, sino toda cuestión psicosociopolítica. En mí, como en otros grandes pensadores, son niveles difícilmente separables. [10] David Hume, op. cit., p. 638. [11] Ibidem, p. 632. [12] Ibidem, p. 653. [13] Las reglas que determinan la propiedad regulan la problemática, que se encuentra en origen en la distinción entre lo mío y lo tuyo (distinción que es humana), y por lo tanto no es por ella misma fuente de desigualdad y explotación (Rousseau). [14] El interés privado (Hobbes) y el amor al prójimo no pueden ser motivos de esos actos virtuosos. Ver p. 650 de mi Tratado. El motivo de los actos de justicia y honestidad no derivan del interés privado (vs. Hobbes; se acabaría la honestidad de ceder el interés) ni del interés público (1. No está ligado de forma natural con la observancia de las reglas de justicia, sino por convención; 2. Las relaciones privadas no tienen interés público; 3. Los hombres no se preocupan en su conducta ordinaria por algo tan lejano como el interés público. En la mente de los hombres no existe una pasión tal como el amor a la humanidad). [15] Las consecuencias de estas reflexiones acerca de la justicia pueden ser paradójicas e inadmisibles para todo espíritu racionalista. El bien (la justicia) nace del mal (limitación humana, egoísmo parcial). El imperativo categórico acaba siendo mero cálculo utilitarista, solipsista y pospuesto, ciego al simple hecho cotidiano de que un acto individual justo puede ser contrario al interés público. Y lo es precisamente porque se llega a él, no por un análisis histórico de la conducta humana, sino a través de un ideal que refleja únicamente los motivos de su autor. [16] La similitud con la fórmula kantiana no puede despreciarse. Téngase en cuenta que no era necesario interiorizar el respeto a la ley, ni racionalizar la voluntad, ni presuponer el Yo ni la libertad. ¿No se espera de un pensador que no dé por hecho jamás noción alguna, sino que las problematice? [17] Josep Pla, El quadern gris, Edicions Destino, 2021, p. 116. Permitidme el anacronismo, vi conveniente esta alusión. [18] Immanuel Kant, Crítica de la Razón Pura, Taurus, 2019, p. 13. [19] John Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 19. [20] David Hume, Tratado de la Naturaleza Humana, Editorial Tecnos, 2022, p. 157. [21] David Hume, Investigación sobre el conocimiento humano, Alianza Editorial, 2022, p. 104. A nadie puede sorprenderle que influyera decisivamente a Charles Darwin. [22] David Hume, Ensayos morales, políticos y literarios, Editorial Trotta, 2011, p. 414. [23] Así fue como llamé a esa clase de pensador.
La interfaz de www.123jugar.com/ es muy intuitiva y fácil de usar. Me sorprendió la cantidad de juegos disponibles, todos muy bien organizados. No tuve que buscar mucho para encontrar mis favoritos, y lo mejor es que puedo jugar directamente desde el navegador. Además, los juegos cargan rápido y no hay interrupciones, lo que es ideal cuando tengo poco tiempo.